24-3-2024. Domingo de Ramos – Ciclo B Pasión de Nuestro Señor Jesucristo según san Marcos (15, 1-39)

Apenas se hizo de día, los sumos sacerdotes con los ancianos, los escribas y el Sanedrín en pleno, hicieron una reunión. Llevaron atado a Jesús y lo entregaron a Pilato.
Pilato le preguntó:
S. «¿Eres tú el rey de los judíos?».
C. Él respondió:

Comentario:

  1. De la alegría del domingo de Ramos al dolor del Viernes Santo.

Este Domingo de Ramos suscita cada año en nosotros un sentimiento de asombro. Pasamos de la alegría que supone acoger a Jesús que entra en Jerusalén al dolor de verlo condenado a muerte y crucificado. Es un sentimiento profundo que nos acompañará toda la Semana Santa. Entremos entonces en este asombro.

Jesús nos sorprende desde el primer momento. Su gente lo acoge con solemnidad, pero Él entra en Jerusalén sobre un humilde burrito. La gente espera para la Pascua al li­bertador poderoso, pero Jesús viene para cumplir la Pascua con su sacrificio. Su gente espera celebrar la victoria sobre los romanos con la espada, pero Jesús viene a celebrar la victoria de Dios con la cruz. ¿Qué le sucedió a aquella gente, que en pocos días pasó de aclamar con hosannas a Jesús a gritar: “crucifícalo”? ¿Qué les sucedió? En realidad, aquellas personas seguían más una imagen del Mesías, que al Mesías real. Admiraban a Jesús, pero no estaban dispues­tas a dejarse sorprender por Él.

  • De la admiración al asombro.

 El asombro es distinto de la simple admiración. La admiración puede ser mundana, porque busca los gustos y las expectativas de cada uno; en cambio, el asombro permanece abierto al otro, a su nove­dad. También hoy hay muchos que admiran a Jesús, porque habló bien, porque amó y perdonó, porque su ejemplo cambió la historia… y tantas cosas más. Lo admiran, pero sus vidas no cambian. Porque admirar a Jesús no es sufi­ciente. Es necesario seguir su camino, dejarse cuestionar por Él, pasar de la admiración al asombro.

Con frecuencia decimos de una persona que nos llama la atención su estilo de vida por su coherencia, entrega y compromiso que “Es admirable pero no imitable” Así nos pasa muchas veces con Jesús. Le admiramos, pero no le imitamos porque complica nuestra vida.

¿Y qué es lo que más sorprende del Señor y de su Pas­cua? El hecho de que Él llegue a la gloria por el camino de la humillación. Él triunfa acogiendo el dolor y la muerte, que nosotros, rehenes de la admiración y del éxito, evitamos a toda costa. Jesús, en cambio —nos dice san Pa­blo—, «se despojó de sí mismo, […] se humilló a sí mismo» (Fil 2,7.8). Sorprende ver al Omnipotente redu­cido a nada. Verlo a Él, la Palabra que sabe todo, enseñarnos en silencio desde la cátedra de la cruz. Ver al rey de reyes que tiene por trono un patíbulo. Ver al Dios del universo despojado de todo. Verlo coronado de espi­nas y no de gloria. Verlo a Él, la bondad en persona, que es insultado y pisoteado. ¿Por qué toda esta humillación? Señor, ¿por qué dejaste que te hicieran todo esto?

Lo hizo por nosotros, para tocar lo más íntimo de nuestra realidad humana, para experimentar toda nuestra existencia, todo nuestro mal. Para acercarse a nosotros y no dejarnos solos en el dolor y en la muerte. Para salvarnos. Jesús subió a la cruz para descender a nuestro sufrimiento. Probó nuestros peores estados de ánimo: el fracaso, el rechazo de todos, la traición de quien le quiere e, incluso, el abandono de Dios. Experimentó en su propia carne nuestras contradicciones más dolorosas, y así las redimió, las transformó. Su amor se acerca a nuestra fragilidad, llega hasta donde nosotros sentimos más vergüenza. Y ahora sabemos que no estamos solos. Dios está con nosotros en cada herida, en cada miedo. Ningún mal, ningún pecado tiene la última palabra. Dios vence, pero la palma de la victoria pasa por el madero de la cruz. Por eso las palmas y la cruz están juntas.

Pidamos la gracia del asombro. La vida cristiana, sin asombro, es monótona. ¿Cómo se puede testimoniar la alegría de haber encontrado a Jesús, si no nos dejamos sorprender cada día por su amor admirable, que nos perdona y nos hace comenzar de nuevo? Si la fe pierde su capacidad de sorprenderse se queda sorda, ya no siente la maravilla de la gracia, ya no experimenta el gusto del Pan de vida y de la Palabra, ya no percibe la belleza de los hermanos y el don de la creación. Y no tiene ninguna otra salida más que refugiarse en el legalismo, en el clericalis­mo y en todas esas actitudes que Jesús condena en el capítulo 23 de Mateo.

  • Levantemos la mirada hacia la cruz, para sentirnos amados.

En esta Semana Santa, levantemos nuestra mirada hacia la cruz para recibir la gracia del asombro. San Francisco de Asís, mirando al Crucificado, se asombraba de que sus frailes no llorasen. Y nosotros, ¿somos capaces todavía de dejarnos conmover por el amor de Dios? ¿Por qué hemos perdido la capacidad de asombrarnos ante él? ¿Por qué? Tal vez porque nuestra fe ha sido corroída por la costum­bre. Tal vez porque permanecemos encerrados en nuestros remordimientos y nos dejamos paralizar por nuestras frustraciones. Tal vez porque hemos perdido la confianza en todo y nos creemos incluso fracasados. Pero detrás de todos estos “tal vez” está el hecho de que no nos hemos abierto al don del Espíritu, que es Aquel que nos da la gracia del asombro.

Volvamos a comenzar desde el asombro; miremos al Crucificado y digámosle: “Señor, ¡cuánto me amas, qué valioso soy para Ti!”. Dejémonos sorprender por Jesús para volver a vivir, porque la grandeza de la vida no está en tener, sino en sentirse amados. Ésta es la grandeza de la vida, descubrirse amados. Y la grandeza de la vida está precisamente en la belleza del amor. En el Crucificado vemos a Dios humillado, al Omnipotente reducido a un despojo. Y con la gracia del asombro entendemos que, acogiendo a quien es descartado, acer­cándonos a quien es humillado por la vida, amamos a Jesús. Porque Él está en los últimos, en los rechazados, en aquellos que nuestra cultura farisaica condena.

Hoy el Evangelio nos muestra, justo después de la muerte de Jesús, la imagen más hermosa del asombro. Es la escena del centurión que, al verlo «expirar así, exclamó: “¡Realmente este hombre era Hijo de Dios!”» (Mc 15,39). Se dejó asombrar por el amor. ¿Cómo había visto morir a Jesús? Lo había visto morir amando, y esto lo impresionó. Sufría, estaba agotado, pero seguía amando. Esto es el asombro ante Dios, quien sabe llenar de amor incluso el momento de la muerte. En este amor gratuito y sin prece­dentes, el centurión, un pagano, encuentra a Dios. ¡Realmente este hombre era Hijo de Dios! Su frase ratifica la Pasión. Muchos antes de él en el Evangelio, admirando a Jesús por sus milagros y prodigios, lo habían reconocido como Hijo de Dios, pero Cristo mismo los había mandado callar, porque existía el riesgo de quedar­se en la admiración mundana, en la idea de un Dios que había que adorar y temer en cuanto potente y terrible. Ahora ya no, ante la cruz no hay lugar a malas interpreta­ciones. Dios se ha revelado y reina sólo con la fuerza desarmada y desarmante del amor.


Hoy me pregunto:

  1. ¿Qué sentimiento se produce en mí al pasar del “Bendito el que viene en nombre del Señor” del Domingo de Ramos al “crucifícale” del Viernes Santo?
  2. ¿Me dejo sorprender por Jesús pasando de la admiración al asombro?
  3. ¿Qué imagen tengo de Jesús? ¿Con cuál me identifico más, con la imagen de los judíos que esperaban un Mesías glorioso que vencería a los Romanos o con un Mesías despojado de todo, que tiene que pasar por la Cruz para llegar a la Gloria?
  4. ¿Descubro el amor y la misericordia de Dios en la Cruz?
  5. ¿Puedo decir como el centurión romano al verlo morir: ¡Realmente este hombre era Hijo de Dios!?
    • Una idea: el camino de la cruz es ineludible para llegar a la resurrección (por la cruz a la luz).
    • Una imagen: Jesús en la cruz.
    • Un afecto: dolor con Jesús, que murió en la Cruz por nuestra salvación.
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